Bárbara Stiegler - Nietzche et la Biologie








Barbara Stiegler (1948) es una mujer Psicóloga y Educadora, cnsultora de investigacion y jefa del área de politica de trabajo de las mujeres y defensa del género de la fundacion Friedrich-Ebert-Stiftung, autora del libro ''Nietzche et la Biologie''. Se hará una reflexión sobre el libro:

El libro no es una anécdota. Lejos de limitarse a rastrear en la obra de Nietzsche la presencia de las discusiones en la biología de la época, trata de mostrar que estas últimas juegan un papel notable en la génesis de algunos conceptos centrales de la filosofía de Nietzsche. La mayor virtud que presenta la exposición de Barbara es que no se limita a ser una exposición; en ningún momento rehuye las posibles dificultades o aporías que puede presentar el pensamiento nietzscheano sino que, muy al contrario, las busca decididamente para comprobar si dicho pensamiento resiste a ellas. En ocasiones sale victorioso; en otras ocasiones Nietzsche no logra salir de la rueda de la aporía. La cuestión no es trivial, pues Nietzsche es uno de los poquísimos pensadores que vivió su pensamiento.

El punto de partida es el giro que Nietzsche imprime en la historia de la metafísica al introducir en ella la noción de cuerpo, tratando de superar así dos milenios de desprecio cristiano del mismo: la corporeización del sujeto como una vía para mettre en cause el Yo cartesiano y el Sujeto kantiano. En un primer acercamiento, Nietzsche parece trasladar las características del sujeto de la metafísica moderna a la célula, con lo cual no habríamos conseguido nada. Si concebimos la actividad de la célula como una actividad de asimilación de lo diverso a lo idéntico, la cual posibilita la vida, encontramos una preeminencia de dicha actividad celular frente a su pasividad: la misma preeminencia del Yo activo e idéntico de la metafísica. ¿Cómo salimos de la redes omnidepredadoras de la subjetividad? Toda asimilación (interpretación, comprensión) viene precedida de una excitación (sufrimiento). Lo que diferencia la unidad viviente mínima de las organizaciones complejas es la cantidad y cualidad de excitación soportable.

La riqueza no está en los métodos de defensa frente a la excitación, sino en la máxima apertura a ella. Encontramos aquí la primera coincidencia con Simondon, para quien “la riqueza externa de la relación con el medio es igual a la riqueza interna de la organización contenida en el individuo”. No hay medio sin ser vivo, sino que ambos se cogeneran mutuamente, y la riqueza del ser vivo es equivalente a su apertura (capacidad de excitación) al entorno. Podemos confrontar esto con la primacía que la teoría de la autopoiesis concede a la “clausura organizacional” como condición de posibilidad de la vida. Una excesiva clausura conlleva la decadencia del ser vivo.

Hemos pasado del sujeto metafísico al yo-cuerpo. Sin embargo, la vieja fractura del mismo continúa presente. Seguimos teniendo una parte activa de asimilación (entendimiento en Kant) y una parte pasiva de excitación (sensibilidad en Kant). Por ello, Nietzsche se opone a la noción darwiniana de selección natural, por ser un mero mecanismo ciego de respuesta, y opone a ella el concepto de voluntad de poder: una invención creadora como respuesta al exterior, lo cual está más cercano a Lamarck. Además, Nietzsche recoge la idea de Roux del ser vivo como “autoformación”, pero alerta del peligro que hay en ella de caer en una teleología interna, lo que lo lleva a rechazar la tesis kantiana del viviente como organizador de sí mismo (resultaría interesante comprobar en qué medida Roux puede ser considerado un precursor de la teoría de la autopoiesis; por lo de pronto, Nietzsche pone de relieve la conexión entre la idea de autoformación y la tesis kantiana de una teleología inmanente, y esta última es recogida por la autopoiesis). De lo que se trata es de evitar el dualismo entre un yo quiero (activo) y un yo siento (pasivo).

¿Cómo comprender la autoformación sin caer en una voluntad libre, incondicionada, en el dualismo que la opone a un sentir pasivo?

La voluntad de poder en ningún caso puede partir de una concepción clásica de la voluntad; no se trata de una voluntad libre que elige el poder y que podría haber elegido otra cosa; la voluntad de poder no consiste en querer el poder. Estos equívocos son fruto de la asimilación del yo nietzscheano al libre albedrío de la metafísica cristiana.

La respuesta de Roux a la anterior pregunta es la concepción del “querer-viviente” como “lucha interna del organismo”. Nietzsche retoma esta respuesta en diversos puntos: 1) El organismo como no-idéntico consigo mismo y definido por la búsqueda de la identidad. 2) La lucha por unificar esa pluralidad interna es interpretada como una jerarquía de quereres en lucha interna. 3) Dicha lucha interna es una autorregulación. Tenemos así “bucles de retroacción” como alternativa al dualismo kantiano.

Frente a la homogeneización de partes idénticas, Nietzsche pone a la base la lucha entre partes diferentes: “la diferencia reina en las cosas más pequeñas, la identidad es puro delirio” (p. 52). La unidad del viviente, su identidad, no es algo dado, sino a venir: “¡La unidad amebiana del individuo viene de última! ¡Y los filósofos han tomado ahí su punto de partida, como si ella existiera en cada individuo!”. Se aprecia claramente que tanto Deleuze como Simondon continúan esta senda mostrada por Nietzsche. El proyecto simondondiano de tomar como punto de partida el proceso de individuación, en lugar de partir del individuo constituido con una supuesta unidad e identidad, está resumido en esta última frase de Nietzsche.

Lo esencial no es, como en Darwin, la lucha entre organismos ya dados, sino su lucha interna. El ser vivo busca conservarse no en tanto idéntico, sino buscando la identidad a través de la diferencia (“viviendo, mandando, obedeciendo, alimentándose, creciendo”- p. 53). El ser vivo como centro que se desplaza, que se descentra, frente a la identidad que se repite del sujeto. El gran error de Darwin consiste en partir de  individuos ya constituidos, y dejar de lado su constitución, construcción, autoformación (Barbara identifica -de manera acertada- esta crítica de Nietzsche con la postura de Simondon).
En el fondo de la lucha está la pluralidad interna, la alteridad, la diferencia. La unidad del organismo no se adquiere suprimiendo las diferencias, sino a medida que la pluralidad se intensifica: la conservación e intensificación de la diferencia es condición del aumento de complejidad de los organismos. La diferencia crea orden (tesis que está a la base de la termodinámica de estados lejanos al equilibrio: podrían investigarse las conexiones entre la concepción biológica de Nietzsche y las teorías de la complejidad). ¿Cómo?

Nietzsche dice: jerarquía (p. 55). En esta jerarquía, incluso obedecer es resistir: es el reconocimiento del poder de quien obedece por parte de quien manda. Si lo diferente es disuelto, no se necesita ordenarle nada.

Lo que  caracteriza al viviente, frente a lo inorgánico, es que “la jerarquía se crea y crece en el interior de sí mismo” (p. 56; Simondon nos dice lo mismo al afirmar que el individuo físico no posee propiamente interioridad: mientras que en el viviente se da una autogénesis interna y activa de estructuras, la génesis del individuo físico (tomando el ejemplo del cristal) se da únicamente en su límite externo, es una iteración externa de la estructura interna). Este nacimiento de lo interior en lo orgánico, esta asimilación interna de la alteridad, da lugar a la memoria: “El nacimiento de la memoria es el problema de lo orgánico” (p. 57).

Nietzsche identifica la autorregulación de Roux con la tesis de Haeckel de la vida como memoria, pero rechaza que esto último constituya una sumisión pasiva a las condiciones externas (a la vez que rechaza la independencia de lo interno frente a lo externo propia de Roux). También toma de Haeckel la necesidad de apreciar una continuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, diferenciados por la memoria (por lo que se rechazan tanto una teleología trascendente como el vitalismo).

Barbara identifica perfectamente el problema del monismo: ¿cómo afirmar una continuidad entre lo diverso sin negar su diversidad? (p. 59). Este es uno de los problemas centrales en la interpretación de la teoría simondondiana de la individuación: la necesidad de apreciar una continuidad entre los diversos regímenes de individuación (físico, vital, psíquico-vital) que, sin embargo, no caiga en un reduccionismo de un régimen a otro, apreciando sus diferencias y respetando su pluralidad. Brevemente, la respuesta de Simondon es la siguiente: aceptando un aumento de complejidad desde lo físico hasta lo psíquico-social, no se puede pensar que una individuación venga tras otra, añadiendo nuevos pisos al edificio de la complejidad. La individuación vital no viene tras la física, sino durante ella, antes de su acabamiento. La aparición de la individuación vital suspende la individuación física, la ralentiza, y cae nuevamente en la realidad preindividual. Se asume una problemática más amplia, lo que obliga a la génesis de estructuras nuevas y más complejas. Lo mismo ocurre con la individuación psíquico-social respecto a la vital. Los seres más complejos son seres más inacabados: son seres se faisant. Lo que diferencia a una piedra de un animal, o a un animal de un ser humano, consiste en que los problemas de estos últimos son más amplios (nueva caída en la realidad preindividual), lo que obliga a la génesis de estructuras más complejas (nuevas individuaciones).

Haeckel relaciona la aparición de la memoria en lo vivo con la endosmosis química. La primera memoria es la herencia de los caracteres en el ser vivo. Vivir es crecer: cuando el crecimiento es excesivo y el ser vivo no es capaza de cohesionarlo, aparece la reproducción asexuada (escisión, proliferación). La reproducción sería así una consecuencia del exceso de crecimiento en el individuo, y la reproducción conlleva la aparición de la memoria en forma de herencia de caracteres.

Nietzsche aprueba esta tesis y ve estos fenómenos (nutrición, crecimiento, reproducción, herencia) como manifestaciones de una misma voluntad de poder. Lo que no aceptará de Haeckel es la memoria como manifestación de la pasividad del ser vio. Haeckel considera que la ontogénesis está sometida a la filogénesis. La novedad que puede aportar la ontogénesis sería una prueba de que la memoria es una recepción pasiva (no inventiva) de condiciones externas. El organismo está así doblemente determinado por dos memorias-pasivas: por la filogénesis (memoria de los ancestros) y por el sometimiento actual al exterior de la ontogénesis (memoria propia). Todo es cuestión de sometimiento al exterior: no hay invención.

Frente a ello, Nietzsche concibe que “la memoria orgánica se inventa y se determina cada vez en la lucha del sujeto viviente consigo mismo” (p. 65). La memoria es un poder de iniciativa e invención. Aparece una vez más el peligro de caer en el Sujeto activo descorporeizado de Kant (pura asimilación), sin tener en cuenta la relación con el exterior (excitación). La voluntad de poder como autorregulación por la memoria (activa) parce olvidar que a la base de la construcción del sujeto está la experiencia (de alguna manera, la pasividad, la recepción) o, como nos dice Simondon, que el ser vivo es aquel que transforma el a posteriori en a priori.

Frente al darwinismo, Nietzsche considera que en el origen de la vida no está “la mejor adaptación al estado real de hecho”, sino “el error más grande” (p. 67). La vida no se adapta al exterior, sino que lo falsifica. La autorregulación por la memoria es el sometimiento de lo nuevo (excitación) a lo antiguo (asimilación). Ahí está el error que permite la vida: interpretar lo nuevo, lo diferente, como lo viejo, lo idéntico, al asimilarlo. Y este es el origen de la ilusión de la duración de lo idéntico: lo diferente es tomado por lo mismo, lo ya conocido, lo ya visto (operación activa de re-.conocimiento, de re-presentación).
Entonces, ¿en qué medida la memoria, como sometimiento a lo idéntico, es lucha? La memoria no es pura asimilación conseguida, sino que se nutre de lo diferente, de lo nuevo ¿Cómo? Recordemos que hasta obedecer es resistir: lo nuevo se somete a la jerarquía de lo viejo, y en este sometimiento se da un reconocimiento del poder de lo nuevo: asimilar no es apagar, disolver; si no, no habría jerarquía. “Si lo viejo dirige a lo nuevo, es en primer lugar porque él no ha podido apagarlo” (p.69).

Esa parte que resiste es una reserva que permite cambiar al ser vivo (¿en qué medida esto es comparable al concepto de realidad preindividual, o en qué medida puede aportarle nuevas perspectivas? Recordemos que Simondon considera que, una vez que ha habido individuación vital, la realidad preindividual presente en el ser vivo es su medio asociado, fuente de ulteriores individuaciones (llamadas individualizaciones) –esto es, el exterior como fuente de novedades, y veremos a continuación que Nietzsche concibe así la memoria). La memoria no es mera conservación de lo idéntico (pura asimilación): “ella hace posibles las transformaciones del viviente” (p. 70). La memoria unificadora es transformada por aquello que trata de unificar (¿será este el movimiento de transformación del a posteriori en a priori que menciona Simondon?)
La memoria es lugar de imibricación de actividad (interna) y pasividad (externa), de sometimiento al pasado y de acumulación del poder de lo nuevo. Son dos dimensiones articuladas que explican la posibilidad de transformación del viviente y su “devenir sí-mismo”. “El pasado somete a forma el porvenir, y el porvenir retroactúa sobre el pasado” (p.72). La potencia de la asimilación es producto de la intensidad de la excitación (el dolor, el sufrimiento es la fuente del poder). Sin excitación, la vida declina, desaparece. El ser vivo entendido como voluntad de poder (autorregulación por la memoria) trata de superar el dualismo entre un entendimiento activo y una sensibilidad pasiva.

Si la voluntad de poder es un continuo acrecentamiento del poder, ¿por qué ocurre la muerte? La biología celular (representada aquí por Rolph) nos dice: es una indigestión, una sobreabundancia de estímulos asimilados. Pero Rolph dice que no hay muerte: la sobreabundancia lleva a la división celular, que no es muerte, sino continuidad en dos nuevos individuos. La muerte es una ilusión creada por el hecho de que partimos de la base del individuo. A nivel supra-individual, no existe. Únicamente aparece en los organismos superiores que no dejan descendencia.

Nietzsche lo interpreta de otra manera. La vida no es “lucha por la existencia”, por la conservación de sí mismo, sino “lucha por lo más” (p. 77): voluntad de poder. Lo que Rolph no ve nos lo dice Nietzsche: “el necesario antagonismo entre el poder y la conservación de sí mismo, que justamente culmina en la muerte” (p. 77). La muerte del individuo es la necesaria consecuencia de su voluntad de poder, que obliga a sobrepasar al individuo. En esto Nietzsche coincide con Claude Bernard: para que la vida sea creación, innovación, ha de ser asimismo una muerte continua. La autosuperación exige la muerte. Para que la vida se conserve, el ser vivo ha de morir. El ser vivo “es siempre la puesta en orden provisional de un poder que lo excede” (p. 79). Simondon plantea esta cuestión de una manera parecida. La aparición del psiquismo en el ser vivo es fruto de una nueva caída en la realidad preindividual, de la asunción de una problemática más amplia, pero esta problemática no puede ser resuelta individualmente, por lo que esta nueva individuación es transindividual (de ahí que la individuación psíquica y la social constituyan un mismo régimen de individuación). La causa es que el individuo no es “simple unidad, sustancia” y por eso busca “fundar una colonia o amplificarse en transindividual. El individuo es problema porque él no es toda la vida”.

Continuando con la postura de Nietzsche, la voluntad de poder no puede ser entendida (como hacen Roux o Rolph) como un crecimiento indefinido de la asimilación: “no quiere su propio crecimiento al infinito. Ella quiere que aquello que le llegue esté en exceso sobre sí misma” (p. 80). Su crecimiento no es iteración indefinida de sí misma, sino superación de sí misma en lo otro. Pero lo que se mantiene tras la muerte en otro ser vivo, ¿no es la misma voluntad de poder?, ¿no hay una entidad supra-individual que se mantiene (como dice Rolph)?

Nietzsche dice que no. No hay una voluntad de poder que se manifiesta en la vida, sino una pluralidad de voluntades de poder que nacen y perecen: lo seres vivos. Antes de pasar al último capítulo, Barbara resume las conclusiones alcanzadas hasta el momento:
-la corporeización del sujeto llevada a cabo por Nietzsche constituye efectivamente una mutación de la subjetividad que la lleva más allá de Descartes y Kant.
-el ser vivo como voluntad de poder permite explicar el sufrimiento, la memoria y los límites de la individuación vital (nacimiento, muerte).
-la voluntad de poder en lo inerte es para Barbara un contrasentido (no hay caída ni aumento): hay una absoluta coincidencia de la materia consigo misma. Por el contrario, la voluntad de poder como vida es “la imposible coincidencia de todo poder consigo mismo” (p. 84). Este punto puede marcar una diferencia respecto a la concepción simondoniana de la individuación física. Según Simondon, tampoco podemos considerar al individuo físico como totalmente coincidente consigo mismo. Al tratar los problemas suscitados por la mecánica cuántica, Simondon nos habla de una polaridad del individuo físico entre la absoluta coincidencia consigo mismo (no ocurre ningún intercambio materia-radiación) y la absoluta no-coincidencia (p. ej. la fisión nuclear, en la que la estructura topológica es totalmente alterada). En medio de estos polos, puede haber individuaciones (emisión o absorción de radiación; precisamente una caída o aumento de poder), que impiden hablar de una absoluta coincidencia de la materia consigo misma. En cualquier caso, en la época de Nietzsche todavía no había nacido la física cuántica.
-el sufrimiento lleva a falsificaciones operadas por las categorías del ser vivo y a temporizaciones operadas por la memoria. Aquí Barbara consigue expresar de manera genial la postura de Nietzsche: “La vida puede incluso llegar hasta a negarse a sí misma, a cerrarse a aquello que ocurre al rechazar el exponerse al sufrimiento y a la muerte –morir del rechazo a morir” (p. 85)

¿Qué debemos hacer ante el sufrimiento?, ¿debemos cerrarnos a aquello que nos puede hacer sufrir por miedo a perecer?, ¿y qué ocurre si el sufrimiento es la fuente del poder de la vida, y el cerrarnos a él nos hace perecer –como dice Barbara, morir del rechazo a morir?, ¿cuánto sufrimiento podemos y debemos soportar?, ¿cuán fuertes podemos llegar a ser?, ¿la negación de la vida puede ser la solución a la vida? Y mientras tanto, nos quedamos sin vida… La articulación entre el sufrir y el actuar, entre la excitación y su asimilación, entre la máxima apertura al exterior y la no-disolución de la vida, será, según Barbara, el gran problema que acuciará los últimos años de vida lúcida de Nietzsche. Incesante rueda aporética que nos puede hacer perecer: la vida de Nietzsche es un ejemplo de estos peligros pues, como decíamos, la vida de Nietzsche fue el experimento de su pensamiento. La noción de vida como experimento será el origen del concepto nietzscheano de salud, el cual se abordará a continuación. La salud no se pude prescribir: únicamente se puede crear y, a buen seguro, pereceremos en el intento.

Nietzsche concibe una “gran salud” que reclama la enfermedad para su constitución. Esto le llevará a criticar la selección natural darwiniana como mecanismo de evolución. Dicha selección está basada en la acumulación lenta y gradual de pequeñas diferencias. Frente a ello, Nietzsche defiende, al contrario, que la evolución está basada “en los incidentes, en los acontecimientos raros, en los errores”, es decir, ofrece una visión discontinuista de la evolución. Dado el carácter conservador, no creador, de la selección natural, dichas excepciones o acontecimientos raros son anulados por ella. De ahí que Nietzsche apueste por la necesidad de una selección artificial: 1) Porque hay una fragilidad intrínseca de los innovadores frente a las fuerzas conservadoras. 2) Porque en el caso de que una innovación pujante, pese a ello, se imponga, amenaza con disolver la estabilidad del individuo y la comunidad. 3) Dado que el poder de la vida ha de acrecentarse por todos los medios posibles, sean naturales o artificiales, el ser humano debe suplir, “como la medicina suple la naturaleza en su búsqueda de salud, las fragilidades del viviente por la ingeniosidad del artificio” (p. 103). Ahora bien, aparece aquí una vez más la aporía: puestos que esas fragilidades son la fuente del poder de la vida, ¿cómo preservaremos ese poder si las eliminamos artificialmente?

Barbara aborda ahora la primera etapa de esta tarea “eminentemente aporética” de selección artificial, esto es, “la selección de los mejores” (p. 104). La justificación de esta selección se basa en una doble paradoja. Por un lado, los vivientes más fuertes son aquellos que se abren más al “caos de la novedad”, lo cual, como se apuntaba más arriba, los hace más frágiles: debilidad de la fuerza. Por otro, el correlato de lo anterior es una fuerza de los débiles: unidos por el miedo a lo nuevo, tienen a desarrollar instintos gregarios por los que forman una masa que busca la conservación de sí misma. Por todo ello, los innovadores devienen auténticas excepciones que difícilmente se mantienen en la herencia, debido a la dificultad para unirse con otros seres excepcionales, menos numerosos. Este es el origen de la necesidad de una selección artificial, que se ha de desarrollar por métodos técnicos, económicos y políticos para asegurar la pervivencia de las excepciones.
En efecto, Nietzsche nos dice que es un problema de “economía de la Tierra”: la “herida de lo nuevo” que son los excepciones origina un gasto de las fuerzas vitales, y la masa tiene un importante papel: el financiamiento de la innovación, aquello que permite sostener la estabilidad amenazada por lo nuevo. La aporía de esta selección reside en que, siendo imposible, es necesaria: el ser humano debe regular colectivamente (“política del viviente”) sus fuerzas, pues “no puede asistir, con los brazos cruzados, a la trituración sistemática de todos aquellos que sienten de otra manera” (p. 109).

Una segunda aporía reside en que la selección no sólo ha de ser sincrónica, sino también diacrónica, dada la tendencia de la herencia a eliminar las excepciones. Nietzsche se interesa por ello en el fundador del eugenismo, Galton, quien, veinte años antes del nacimiento de la genética, reclama una “ciencia de la herencia” (p. 112). Es necesario aclarar que su eugenismo no coincide con el eugenismo desarrollado más tarde por el nazismo ni con cualquier tipo de darwinismo social: no es un eugenismo biologicista sino, al contrario, un eugenismo que permita contrarrestar dicha tendencia biológica a eliminar las excepciones. En cualquier caso, la idea de una gestión total de los recursos humanos, buscada por Nietzsche, entra en contradicción con la vida entendida como voluntad de poder. Sin embargo, Nietzsche no abandonará su proyecto, sino que lo endurecerá en lo que Barbara denomina la “segunda selección artificial” o “gran política de lo viviente” que busca la “gran salud” (pp. 113-114).

El origen de esta segunda selección no está, como la primera, en una reacción contra la selección biológica. Se trata de una contra-selección a otra selección artificial denunciada por Nietzsche, la que se ha operado a partir del dominio de la moral cristiana: “¿Qué combatimos nosotros en el cristianismo? El hecho de que él quiere vencer a los fuertes, […] explotar sus malas horas y sus lasitudes” (p. 114).

La aparición de la consciencia en el hombre lo convierte en el animal más inventivo y el más peligroso, pues no sólo está abierto a la lucha con el exterior, sino que también desarrolla “la enfermedad más grave y más inquietante: expuesto directamente a su propio poder interno, él se pone a sufrir de sí mismo, sin filtro ni protección“ (pp. 115-116). Aquí es donde entran en escena “los sacerdotes” con su moral cristiana: su manera de herir a las excepciones, a los fuertes, consiste en hacerlos culpables de su sufrimiento, transformando así al enfermo en pecador y redoblando su sufrimiento. Además, al obligarlo a sufrir aún más para redimir sus pecados, provocan que el enfermo no quiera curarse, sino ahondar más en su sufrimiento. La labor del sacerdote hace enfermar a la vida y destruirla, al abortar sus mecanismos de reparación.

La contra-selección propuesta por Nietzsche, nos dice Barbara, entrará en contradicción con la primera selección, pues, frente a la selección cristiana, propugnará una vuelta a la naturaleza, a la regulación biológica, esto es, precisamente una vuelta a aquello que la primera selección pretendía sustituir. Nietzsche era consciente de este circulo vicioso, pues si bien “sueña con una gran política que cure definitivamente al viviente de sus patologías, afirma también que la enfermedad es la condición de la vida más alta” (p.120). Sin sufrimiento, sin enfermedad, no puede haber vida pujante, tal como lo expone Nietzsche en esta frase que Barbara cita en varias ocasiones: “Aquellos que nos enferman nos parecen hoy más necesarios que todos los curadores” (p. 120). Es decir, los sacerdotes parecen ser los más necesarios.

En efecto, Nietzsche lo afirma decididamente: “Es únicamente sobre el terreno de esta forma de existencia humana esencialmente peligrosa, la de los sacerdotes, que el hombre ha comenzado a devenir un animal interesante” (p. 120). Y no sólo interesante: el hombre no es un fin, sino una “gran promesa”, un laboratorio imprevisible de innovación.
La aporía persiste. Nietzsche, ante la más funesta de las enfermedades, el cristianismo, se debate entre su necesidad y la necesidad de su erradicación, por ir en contra de toda vida sana. Esta cuestión, “el problema de la articulación del sufrir y del actuar” (p. 122), provocará, concluye Barbara, que el pensamiento de Nietzsche se hunda.

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